Cuando era chica tuve un pez que se suicidó. Yo tendría unos 8 o 9 años, o tal vez más, ya nadie podría saberlo. Lo habían traído hacía unos días y lo habíamos puesto en una pecera chica, en el lavadero. Lo ubicamos junto a una ventana cuyo vidrio era esmerilado, así que el bicho ni siquiera llegaba a tener vista al departamento de enfrente. No se quejaba, ni parecía advertir su lamentable suerte. Al contrario, se lo veía tranquilo, nadando como si nada. No flotaba ni lucía cansado, su naturaleza lo hacía moverse mecánicamente.
Ese día mi vieja
estaba cambiando el agua de la pecera y la ventana estaba abierta.
Quedaba poco líquido en el recipiente, así que inmediatamente, nuestro pez entendió que era el fin y, sin pensarlo, se lanzó al vacío. Su muerte sonó ploc zuiiig. Se oyó clarísimo. Vimos un desplazamiento fugaz. Saltó con gracia, en forma recta y, en el aire, ya elevado, hizo una curva hacia el aireluz. En el trayecto trazó la figura de una jota, la luz de sus escamas coloridas resplandeció como un bastón de chupetín. Nosotras quedamos aturdidas. Nos costó reconocer qué era lo que había pasado: lo vimos, lo oímos, pero lo interpretamos después. Buscamos al pececito en la pileta y en el suelo, pero sabíamos que estaba en el patio de la vecina de la planta baja. No nos animamos a ir a tocarle el timbre para reclamarlo. A la noche me di cuenta de que mamá había quedado algo más impactada que yo, pero enseguida nos olvidamos de él.
Quedaba poco líquido en el recipiente, así que inmediatamente, nuestro pez entendió que era el fin y, sin pensarlo, se lanzó al vacío. Su muerte sonó ploc zuiiig. Se oyó clarísimo. Vimos un desplazamiento fugaz. Saltó con gracia, en forma recta y, en el aire, ya elevado, hizo una curva hacia el aireluz. En el trayecto trazó la figura de una jota, la luz de sus escamas coloridas resplandeció como un bastón de chupetín. Nosotras quedamos aturdidas. Nos costó reconocer qué era lo que había pasado: lo vimos, lo oímos, pero lo interpretamos después. Buscamos al pececito en la pileta y en el suelo, pero sabíamos que estaba en el patio de la vecina de la planta baja. No nos animamos a ir a tocarle el timbre para reclamarlo. A la noche me di cuenta de que mamá había quedado algo más impactada que yo, pero enseguida nos olvidamos de él.
Yo lo recordé
tiempo después, cuando alguien en un micro escolar me preguntó si tenía
mascota. Respondí que no, que había tenido un pez por unos días, pero que este
había decidido no vivir en una pecera. Todos se interesaron. Cuando conté cómo
había sido su muerte, sólo dije que había saltado y que había sonado como un ploc zuiiiiiiiiiiiig, exagerando un
poco. Estallaron de risa. Me pidieron que volviera a relatar la parte en la que
describía cómo había sonado. Éramos todos niños entonces, y el ruido que hacía la
muerte era algo que nos causaba gracia. Yo lo reproduje unas cuantas veces, intentando
parecer más chistosa con cada repetición. Fue un breve momento de popularidad,
que por supuesto se esfumó al día siguiente.
Nunca me había
detenido a pensar en por qué el pez había reaccionado así, a pesar de que siempre
tuve claro que él había querido hacer eso: la maniobra había sido deliberada,
plena de conciencia. Tampoco volví a evocar la anécdota en años, ni pensé que fuera
un episodio que por su poder de síntesis o de simbolismo pudiera ser de esos
que narran la infancia de alguien. Hoy simplemente lo recordé. De la nada. Súbitamente descubrí lo
paradójico: una peripecia de la infancia en la que se inscribe un suceso futuro.
Reviví la historia de cómo mi vieja nunca pareció entender que iba a morir. Nunca nos dijo,
en su estado mortal, que eso podía pasar. Es que nunca pensó, supongo, que eso de verdad iba a pasar. Es decir, ella no
podía dejar de saberlo, pero probablemente creyó que era de mentira. Una
enfermedad de mentiritas. Mientras duró
esa creencia, siguió viviendo. Fue a estudiar a la facultad, siguió cocinando,
ordenando el placar, colgando la ropa, trabajando, yendo y viniendo como si nada.
Un martes (o
quizá era lunes, ya nadie podría saberlo), de rebato, su compañera de cuarto no
estuvo más. De la nada. Era de Mar del Plata e iba a parar en casa a mientras
se hacía el tratamiento. Unas semanas antes había pasado lo mismo con la señora
de la cama de enfrente, que habían traído hacía unas horas por una
tontería. Apareció dando vueltas la muerte
caprichosa y bruscamente el agua del estanque desapareció. Imagino que sin el agua,
vio la pecera. Así que un mal día, saltó. En ese momento, todos estábamos en el
living y ella en su dormitorio. Hubiera querido estar al lado para verlo y
oírlo, y entenderlo tiempo después. Pienso que tal vez hizo algún ruido, uno
pequeño, pero nítido. Un ploc zuiiig, o algo parecido. Estoy segura
de que en silencio no se fue.
4 comentarios:
Yo también tuve un pez, el pez suicida, de algún modo siento que todos llevamos ese pez adentro, y que al igual que tu mamá, cuando vemos el estanque sin agua, tenemos la necesidad de saltar y morir un poco, para renacer quizás en los ecos de un ploc zuiiig, o de algo similar.
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